La casa estaba silenciosa, la madrugada creaba un entorno de extraña paz cuando caminaba por los pasillos a estas horas. Había sido un acierto reservar aquella casa rural para distanciarnos del ruido y el estrés de la ciudad por unos días. Y si bien disfrutaba de la compañía de mis amig@s, esos momentos a solas recorriendo las oscuras salas, con el sonido de la naturaleza en el exterior, me transportaban a un estado mental de lo más relajado.

 

Una noche tranquila, con una brisa suave, decidí salir al porche a respirar el aire puro y nutrirme con el arrullo de las hojas de los árboles bailando al viento. Miraba a mi alrededor y me empapaba de aquella calma; con ella paseé por los rincones de mi mente ahora más despejados y recordé un viaje que hice con un antiguo amigo. En aquel viaje disfrutamos de la naturaleza de manera diferente, incorporándola a nuestras actividades al servirnos de sostén para los pasionales encuentros, raspándonos la piel contra las cortezas de los árboles al aferrarnos a ellos, acabando con el pelo lleno de hojas al retozar en un claro…

 

Los recuerdos cada vez eran más nítidos, y mi cuerpo recordaba con más realismo cómo se sentía cada roce, cada embate, cada beso, cada morboso escondite improvisado cuando oíamos a alguien cerca. Sin dejar de poseernos, taparnos la boca mutuamente, sin cesar el movimiento de nuestras caderas mientras unos pasos sonaban a pocos metros de nuestro nido erótico. Voces lejanas, ramitas partiéndose con las pisadas de senderistas y nuestros gemidos ahogados entre la frondosa naturaleza.

 

Allí en el porche, noté mis pezones erguidos y desafiantes. Apreté las piernas, sintiendo con más intensidad ese hormigueo excitante en la entrepierna y percibiendo la humedad que el recuerdo me había hecho brotar. Sentada en la mecedora, abrí las piernas y apoyé los pies en la pequeña mesa cercana. Llevé las manos a mi vulva y la acaricié sobre las bragas suavemente, notando la vagina contrayéndose en cada pasada que hacían mis dedos.

 

Me resultaba excitante rendirme a los deseos de mi cuerpo al fresco mientras, en la casa, todo el  mundo dormían. Estaba sola en aquel remanso de paz, ¿por qué no darnos un homenaje a mí y a la noche? Aparté las bragas con una mano, y la otra se recreó en el cálido flujo, recogiéndolo y llevándolo al clítoris para jugar con él. Movía los dedos al ritmo que las hojas de los árboles eran mecidas por el aire; suave, sin pausa.

 

Los dedos resbalaban entre los muslos a la vez que mi cuerpo se mecía en aquel viejo mueble de exterior, se movían más rápido cuando flexionaba las piernas y tensaba los músculos, como atrayendo el placer que deseaba, como imaginando a aquel amigo entrando en mí cada vez que me aproximaba. Aumentaba la velocidad a la que me mecía, y justo a punto de que el orgasmo eclosionara, apreté fuerte uno de mis pezones, provocando que se incrementaran las sensaciones que se dispersaron lentas por cada poro de mi satisfecho cuerpo.

 

Permanecí unos minutos en aquella posición, recuperando el aliento, notando cómo disminuían las contracciones de mi vagina, cómo las hojas sonaban con el viento, cómo el calor de mi cuerpo se disipaba, cómo la brisa olía ahora a placer infinito, cómo crujía la madera del porche…

 

Un nuevo crujido me sacó de mi trance. Abrí los ojos y una sombra a un lado se convirtió en silueta.

 —Perdona por asustarte. No podía dormir e iba a salir a tomar el fresco. Miré por la ventana antes y me quedé absorto viéndote. Me preguntaba si… ¿te apetece compañía? me dijo con una sonrisa el invitado de uno de mis amigos.

Lo cierto es que ya me iba a acostar. dije, con la vergüenza y el morbo en límites estratosféricos— Aunque… si el plan es interesante…

Por eso no te preocupes, antes de salir se me han ocurrido al menos diez planes interesantes. Todos pasan por comerte la boca y sentir tu cálida piel.

 

...

 

Sonreí, y me lo tomé con calma. Coloqué bien las bragas, me levanté de la mecedora, ajusté mi coleta y me acerqué a él hasta estar a escasos milímetros de su boca.

Tú dirás… y le besé.